En el año de la partida de Domingo Savio al cielo ( 9 de marzo de 1857), que dejara un profundo dolor en el corazón de Don Bosco y de todos sus condiscípulos, como para consolar al Santo educador por la pérdida de aquel querido hijo, le hizo encontrar a otro muchachito, en el otoño de 1857, que trillaría las mismas sendas de excepcionales virtudes que Domingo ya había recorrido.
Pero, esta vez no fue un muchacho providente de la Gracia como Domingo, sino un “auténtico pilluelo de la calle” (sabandija-atorrante-mal educado) que la santa pedagogía de Don Bosco condujo por el camino del bien y de la perfección. Este muchacho se llamaba MIGUEL MAGONE, o “el pandillero de Dios”.
Don Bosco definió la vida de Magone como “una vida singular y romántica”. La biografía escrita por Don Bosco agradó sobremanera a los compañeros que lo habían conocido y amado. Y agradará también a los muchachos de hoy, dado que la historia de Miguel podría ser la historia de cualquier chico de la calle.
A Miguel, Don Bosco, lo descubrió entre las neblinas de Carmagnola. Mientras esperaba el tren para Turín, oía los gritos alegres de un grupo de muchachos que jugaban: “Se percibía clara una voz que dominaba sobre todas las demás. Era como la voz de un capitán”. Arriesgándose a perder el tren, buscó a ese capitán, dio con él y, con pocas preguntas agudas (¡un test auténtico!), llegó a saber que tenía 13 años, era huérfano de padre, expulsado de la escuela por ser perturbador universal y que, como oficio, desempeñaba el del haragán. Un muchacho magnífico encaminado a la quiebra. Logró hacerlo llegar al Oratorio. En ese patio parecía que saliera de la boca de un cañón: volaba en todos los rincones, lo ponía todo en movimiento... Gritar, correr, saltar, hacer bulla se volvió su vida. Pero después de un mes, mientras los árboles entristecían, también Miguel entristeció. Ya no jugaba; la melancolía se le había pintado en el rostro. “Yo seguía lo que estaba sucediendo – escribe Don Bosco, que no era un coleccionador de muchachos, sino un sapiente educador cristiano – y le hablé”. Después de un momento de silencio defensivo y tras desatarse en un llanto liberador, Miguel dijo: “Tengo la conciencia hecha un lío””, y se rindió a la sugerencia serena de una buena confesión. Con la paz en el corazón volvió la alegría desencadenada... Pero Dios tenía otros designios. Una enfermedad, que ya había atormentado a Miguel en el pasado (tal vez una apendicitis), volvió con violencia en los primeros días de enero de 1859. Miguel se fue a Dios, después de haber dicho a Don Bosco que velaba junto a él: “Dígale a mi madre que me perdone todos los disgustos que le he dado. La quiero mucho”.
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